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Los golpistas del Siglo XXI

Las técnicas de derrocamiento se han sofisticado

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Escrito en OPINIÓN el

A lo largo del Siglo XX los golpes de Estado perpetrados por militares bajo el patrocinio de Estados Unidos fueron recurrentes en América Latina. Miles de disidentes que no pudieron o quisieron exiliarse, fueron torturados y desaparecidos. En algunos casos sus hijos fueron adoptados por familias adeptas a un régimen sanguinario. El derrocamiento de gobiernos democráticamente electos y la consecuente suspensión de libertades y garantías, constituyen las páginas más infames de la historia de nuestra región.

 

Aunque muchas cosas han cambiado desde que dictadores como Videla o Somoza se vieron obligados a abandonar el poder, persisten minorías poderosas que no se dieron por enteradas de las transiciones a la democracia: se resisten a acatar las decisiones de las mayorías cuando estas contravienen sus intereses. No toleran que los desposeídos dejen de ser invisibles e irrumpan como protagonistas en la escena pública. En esos momentos extraordinarios, los grupos tradicionales de poder cierran filas e invierten sus capitales económicos, políticos y simbólicos en desestabilizar sus países, sabotear a los gobiernos populares y asestar el golpe final.

 

El golpismo latinoamericano que se está configurando en los albores del Siglo XXI es diferente al del Siglo XX en sus medios, pero no en sus fines. Los militares ya no son quienes los encabezan. Los asaltos a los palacios de gobierno se han vuelto anacrónicos. Más que acabar con la vida de los dirigentes políticos, los nuevos golpistas optan por acabar con su carrera. Para ello tienen a su disposición los medios de comunicación, los cuales se transforman en máquinas de fango para fulminar con la imagen pública del gobernante al que se pretende deponer.

 

Sin duda las técnicas de derrocamiento se han sofisticado. Si antes los militares suspendían el orden constitucional para declarar estado de excepción, los golpistas contemporáneos se resguardan en el Estado de Derecho. Los herederos de Pinochet siguen al pie de la letra los procedimientos legales, se revisten de institucionalidad y enarbolan el protocolo parlamentario. Si antes el golpe era sorpresivo y el cambio de gobierno inmediato, ahora es un proceso lento y anunciado que puede mantener a la sociedad en vilo durante muchos meses.

 

Ya no se necesitan mercenarios que estén dispuestos a dar su vida en la aventura golpista. Ahora basta con cooptar o sobornar a legisladores o jueces que guiados por mezquinas ambiciones, estén dispuestos a desplazarse hacia donde se mueva el péndulo del poder.

 

El apoyo que los conspiradores no consiguen en las urnas lo reemplazan con intrigas palaciegas, traiciones y respaldo de los poderes fácticos. Llámese impeachment, desafuero o juicio político, son las mismas tretas institucionales las que se emplean en todos los países. Los golpistas del Siglo XXI son fuente de inspiración de los guionistas de House Of Cards. No en vano, Frank Underwood afirma que “la democracia está sobrevalorada”.

 

En el plano de las relaciones internacionales, si bien los golpistas del Siglo XXI provocan que el prestigio de sus países descienda a los subsuelos, los gobiernos usurpadores no son receptores de sanciones económicas o de suspensiones de organismos multilaterales. La comunidad internacional se limita a voltear la mirada, hacer como si nada pasó y guardar un silencio cómplice.

 

En recapitulación, aún sin violencia y sin derramamiento de sangre, el resultado del golpismo del Siglo XXI es exactamente el mismo que el de su predecesor: depone gobiernos democráticamente electos para usurpar el mando estatal. De ahí que sea una perdida de tiempo enfrascarse en un debate conceptual. Hay que comenzar a llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos ni academicismos pretenciosos.

 

Años atrás le tocó a Fernando Lugo y a Manuel Zelaya. Son pocas las voces que fuera de sus países recuerdan tales despojos. Para la economía global es preferible vivir bajo el credo de que en Paraguay y Honduras hay normalidad democrática. Tampoco serían comprensibles la agudización de la polarización social en Venezuela y el recrudecimiento de su proceso político sin considerar el golpe de Estado en contra de Hugo Chávez. Tanto en el pasado como en el presente, los golpistas crispan a sus sociedades, las vuelven irreconciliables y abren heridas que, por más décadas que transcurran, no logran cerrar.

 

Nuestro país no es ajeno a esta tradición. Por lo contrario, a nivel subnacional fue precursor. ¿O acaso ya olvidamos que en 2004 los tres poderes del Estado se confabularon para desaforar al entonces jefe de Gobierno del DF y puntero en las encuestas presidenciales? Ni cuatro años habían pasado del fin de lo que algunos escritores llamaron “la dictadura perfecta”, cuando los actores de la alternancia decretaron que sería un peligro que la izquierda llegara a la Presidencia de la República. Harían todo lo que estuviera a su alcance para impedirlo.

 

El juicio de procedencia de Andrés Manuel López Obrador es un capítulo vergonzoso que desactivó nuestra transición a la democracia. A pesar de que la movilización popular logró revertirlo, las élites que lo impulsaron y los legisladores que votaron a favor, siguen saltando de una cámara a otra o se presentan como respetados opinadores. Como si nada hubiera pasado.

 

Ahora los golpistas se ensañaron con Dilma Rousseff, la única presidenta con legitimidad en Brasil. Si el impeachment no hubiera prosperado por la acusación de maquillar las finanzas estatales, la hubieran procesado por pasarse un alto. Así de ridículo. Cualquier motivo era válido para los poderes fácticos, pues ya habían tomado su decisión.

 

Más allá de su mandato, lo que en el fondo está en juego es el respeto a las urnas, a la voluntad de los brasileños y a las conquistas de los últimos 13 años. Así lo declaró Rousseff luego de que el Senado aprobara su destitución. Este envilecimiento de la política en Brasil es resultado de partidos políticos dependientes del financiamiento privado que han sido permeados por la corrupción y por intereses ajenos a la representación popular.

 

No es la primera vez que a Dilma le toca enfrentarse a un golpe de Estado: en sus años de juventud fue encarcelada y torturada por oponerse al gobierno militar. En aquella ocasión como en esta,  logrará reponerse.

 

@EncinasN 

@OpinionLSR