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La violencia de los señores del narco

Un problema de mercado.

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Escrito en OPINIÓN el

En el imaginario social de casi todas las sociedades, las representaciones de la violencia siempre se asocian con el lado oscuro de una supuesta condición humana; con la locura o el delirio, con la maldad o con la enfermedad. Esto lo podemos observar al mirar muchas de nuestras historias y mitos.

 

Aquí y allá, desde la Biblia o los clásicos griegos hasta nuestros días, la violencia aparece vinculada al caos y a la destrucción. En esos relatos, los violentos son descritos como locos o malos, o como quienes sufren delirios.

 

Estas representaciones no son estáticas, sino que cambian con los vientos políticos y la moral en boga. Desde hace unas décadas, por ejemplo, el origen de los males sociales se ha vinculado a las drogas, pues mientras a los consumidores se les estigmatiza y encarcela, a los productores y traficantes se les sataniza.

 

No por casualidad, en gran parte de los trabajos científicos se ha estudiado a la violencia como lo “anormal”. De hecho, si observamos los hechos que cotidianamente acontecen en nuestro país, la realidad no da margen para construir otra percepción: masacres, piras humanas, motines en cárceles, incendios intencionales de casinos, cuerpos pulverizados. La interpretación más obvia para explicar lo abominable y dar cierto sentido al horror es asumirlo como expresión de ese lado oscuro del ser humano.

 

Sin embargo, pocas veces pensamos que al comportamiento violento le subyace cierta lógica social, digamos de costo-beneficio. En efecto, la violencia no siempre es expresión de locura o de maldad, sino que también es el resultado de una lucha de intereses que ocurre en un campo con muy pocas reglas.

 

Lo anterior no significa que en el acto violento no se involucren emociones como la ira o el miedo. Tampoco pienso que los criminales no busquen infligir dolor, ni que sus actos muestren una completa falta de principios morales o éticos. Por supuesto que lo hacen. Basta leer reportajes sobre sus vidas y sobre su forma de proceder con sus enemigos para conocer el nivel de crueldad con el que operan. Pero también es cierto que ese proceder es posible en un contexto de competencia económica sui generis.

 

En efecto, la literatura reciente sobre organizaciones criminales ha mostrado que la guerra que se libra entre “cárteles” de drogas contiene todas las características de una competencia por el control del territorio y el mercado. En otras palabras, las bandas de delincuentes y sus líderes encarnan el más puro espíritu del capitalismo. Sin embargo, lo hacen bajo sus propios términos.

 

Al operar más allá de los márgenes del Estado, al carecer de normas jurídicas que regulen esa feroz competencia, que obligue a cumplir los acuerdos y que dé confianza a las operaciones económicas (como en los hechos ocurre entre empresas), las organizaciones criminales deben recurrir a sus propias reglas: Las ejecuciones, los ajustes de cuentas, las estrategias del terror. Y la violencia, como bien sabemos, desata espirales de más violencia.

 

Evidentemente no siempre ha sido así, al menos en México. Las olas y shocks de violencia que cotidianamente atormentan regiones enteras del país tienen un origen en el tiempo: Se disparan desde el inicio de la militarización y el uso de la fuerza pública contra las organizaciones de drogas, a partir de diciembre de 2006.

 

No es que antes de este periodo no hubiese ejecuciones y balaceras, pero su ocurrencia estaba limitada.

 

Como se ha señalado hasta el cansancio, fue este factor exógeno, la estrategia militar del Estado para hacer frente al narcotráfico, lo que quebró la frágil pax narca que había prevalecido desde mediados del siglo XX.

 

Desde entonces, las organizaciones criminales se encuentran en una lucha enfurecida por el control del territorio y del negocio. Una guerra en la que ya no sólo se expresa una lógica de competencia, sino que ha desatado un círculo vicioso de más crueldad y dolor.

 

Peor aún, las organizaciones criminales no sólo cuentan con un enorme poder para ejercer la violencia, sino que también han aprovechado la debilidad de las instituciones y la indiferencia de las autoridades (o su complicidad) para actuar con total impunidad.

 

De ahí, la forma en la que operan en estados como Guerrero y Veracruz, por mencionar algunos casos recientes. Estos espacios se han convertido en verdaderas tierras de nadie, donde la total ausencia de autoridades ha recrudecido la disputa por el mercado. En su delirante guerra, estos grupos secuestran, ejecutan, liquidan. Todo bajo una lógica implacable de ganancia y, por supuesto, de venganza.

 

Yo no sé si la violencia sea parte de una “naturaleza humana” ni mucho menos sé si es posible eliminarla. Lo que sí sé, es que como comunidad política podemos cambiar las reglas que hacen posible esa violencia.

 

La discusión para solucionar este problema debe trasladarse al plano de la regulación. Implementar formas de control estatal de ciertas sustancias psicoactivas ilícitas como la cannabis podría ser el punto de quiebre. Que el Estado reglamente la producción, comercialización y consumo. Que el Estado supervise al mercado. Que en este tema, el Estado recupere su centralidad y función. Con las armas no pudo (ni podrá); por lo tanto, demos paso a la construcción de normas jurídicas que regulen ese mercado; comencemos a encauzarlo hacia el bien y no hacia el mal.

 

@EdgarGuerraB