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La palabra

La palabra no sólo se ha quedado sin significado y contenido, sino también sin credibilidad.

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Escrito en OPINIÓN el

Decíamos la semana pasada que se ha perdido el discurso, la reflexión y la deliberación en nuestra vida política. Por política no me refiero al mundillo de mediocridades que de ella viven, sino a nuestra convivencia en sociedad, a lo que los romanos llamaron la cosa pública.

 

Pues bien, podríamos resumir las tres pérdidas en una sola, el extravío de la palabra.

 

No es aventurado decir que la palabra nos hace humanos y nos hace políticos. Sin ella, como bien podemos apreciar en estos tiempos modernos, la humanidad no es más que una aglomeración de soledades parlanchinas pero incomunicadas. Más no adelantemos vísperas.

 

Recordábamos la semana pasada a Aristóteles definiendo al hombre por dos connotaciones: ser político y ser dotado de palabra, porque ambas capacidades se imbrican. En la antigua Grecia la vida política se sustentaba en la persuasión a través de la palabra, dejando la violencia para las relaciones más allá de la polis, porque lo que quedaba fuera de sus muros estaba fuera de la política.

 

La política nace unida a palabra y la pérdida de una significaba la muerte de la otra. Por ello se dice que cuando la violencia priva las leyes callan, pero recordemos que la ley es expresión de los hombres y al callar aquella son éstos los que enmudecen. Leyendo a Primo Levi uno encuentra que no hay silencio más aterrador que el de los campos de concentración. 

 

Y es cierto, en nuestros tiempos de violencia globalizada (tráfico de drogas, finanzas y seres humanos), los hombres callamos en tanto cuerpo social organizado y eficaz. El individuo, sin embargo, jamás habló más y nunca fue menos escuchado. El individuo aislado jamás tuvo a su alcance las herramientas comunicacionales con que hoy cuenta para manifestar su opinión urbi et orbi a través de las redes sociales sobre cualquier tema que le venga en gana.

 

Ello es cierto, pero si bien la palabra no calla, es estéril, no llega como tal, no comunica, no vincula; se pierde en el ruido cibernético. Cuando todos hablan al mismo tiempo y sobre todos los temas no hay conversación posible, hay ruido. Tráfico de memes y likes, pero no comunicación efectiva. La palabra pierde su significado y capacidad comunicativa se diluye en un magma global de cacofonía.

 

Creemos comunicarnos, pero nunca antes el género humano estuvo más incomunicado que ahora. No sólo no cruzamos palabra con nuestros vecinos, a los que podemos incluso no conocer, sino que a veces en una misma mesa la conversación es suplantada por chats. O peor aún, la poca conversación que se tiene es sobre lo que se publica en Facebook o Twitter y no sobre asuntos de la realidad cotidiana.

 

A ello, además, hay que agregar el desgaste propio de las palabras. Recuerdo a López Portillo de candidato lamentarse por no encontrar otras palabras para discursar sobre libertad, justicia, ley o democracia, habida cuenta que éstas estaban tan gastadas por el discurso político que ya no transmitían significado alguno.

 

Y en una versión más la palabra se ha perdido, en su faceta de compromiso. La palabra no sólo se ha quedado sin significado y contenido, sino también sin credibilidad. Antes bastaba la palabra para empeñar la voluntad. “Palabra de hombre”, jurábamos de pequeños cuando queríamos comprometer nuestro hacer. Pero así como la demagogia política desgastó el contenido y significado de las palabras, la hipocresía embozada en pragmatismo acabó con su fiabilidad.

 

Los que hoy se llaman políticos prometen a diestra y siniestra, juran, protestan, firman y afirman, sabedores que jamás cumplirán. No digo que no haya aún políticos que cumplan, pero sí que son la excepción. Los trepadores de hoy, condottieri les llamaba Maquiavelo, creen que todos sufren de sus mismos males: hipocresía, desmemoria, ambición y desvergüenza. Ofrecen, prometen y juran para salir del paso; fuera de él olvidan su palabra. Ése es el drama de muchos gobernadores de hoy –inexpertos, inventados, aterrados e inútiles-, que ni ellos mismos creen sus promesas.

 

Así, entre palabras gastadas que ya no dicen nada, el ruido de una comunicación diseñada para ser tan caótica como estéril, y la falta de credibilidad en la palabra empeñada estamos condenados a un mundo sin conversación efectiva, por ende, sin polis (vida en común) y por tanto a la soledad en muchedumbres parlanchinas y sordas.

 

@LUISFARIASM

@OpinionLSR