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¿Hay izquierda en Estados Unidos?

La postulación de quien podría llegar a ser la primer mujer en llegar a la Presidencia de EUA construye un relato.

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Escrito en OPINIÓN el

A lo largo de su vida, Gore Vidal fue un crítico mordaz de la política norteamericana. Le debemos frases como: "La democracia te da la impresión de que tienes opción de elegir entre un analgésico X y un analgésico Y. Pero los dos son sólo aspirina"; "Estados Unidos fue fundado por la gente más brillante del país. Y no la hemos visto desde entonces"; "cualquier estadounidense que esté dispuesto a competir por la presidencia debería, por definición, ser descalificado automáticamente para siempre".

 

Posiblemente el más celebrado de sus apuntes es aquel en el que describe al sistema bipartidista conformado por republicanos y demócratas como un solo partido con dos alas de derecha. El panorama esbozado por Vidal se compone por electores impotentes frente a una democracia que no les ofrece opciones auténticamente diferentes y por unas élites políticas que periódicamente escenifican una confrontación tan entretenida como carente de sustancia.  

 

Estados Unidos dista de ser prototipo de una democracia robusta cuyas contiendas sean libres, plurales y equitativas. En muchos sentidos es un contraejemplo. A las ácidas observaciones que este intelectual espetó al establishment, hay que añadir que aún siendo un país con altos niveles de concentración de la riqueza, conserva un modelo de financiamiento privado a las campañas, lo cual trae como consecuencia el sometimiento de los candidatos a un puñado de patrocinadores. Esto distorsiona la esencia democrática: De “un ciudadano, un voto”, a “un dólar, un voto”. Asimismo, producto de la vigencia de un federalismo electoral atávico, puede darse una situación en la que el presidente no haya sido el candidato que obtuvo el mayor número de votos ciudadanos.

 

No deja de sorprender que pese a todas las limitantes impuestas por un sistema hermético, en la política estadounidense algo está cambiando. Qué tan significativos y estructurales o efímeros y coyunturales serán estos cambios, es algo que está por verse. Lo cierto es que rumbo al relevo presidencial del 2016, ha comenzado a  surgir una lógica de diferenciación bipartidista que responde a un estado de ánimo social. Es una buena noticia para los norteamericanos, pues el antagonismo es un nutriente esencial para el sostenimiento de una democracia.

 

Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, señala que esta vez los votantes de aquel país tendrán en sus manos una decisión real. Sin ambiguedades, los demócratas asumen una vocación redistributiva proponiendo que  los ricos paguen más impuestos para expandir los sistemas de seguridad social. Reformar el sistema financiero y limitar las emisiones de gases de efecto invernadero son elementos destacables de su agenda legislativa. En cambio, cualquier republicano estaría de acuerdo en desmantelar el programa Obamacare y aprobar recortes en el gasto social. Para ellos las regulaciones a Wall Street son un estorbo y los impuestos a las grandes fortunas un disuasivo para el hombre emprendedor. ¿Cambio climático? Eso no es científico –dirían los republicanos más extremistas.

 

Quizás en donde el consenso bipartidista menos se ha trastocado es en el papel que como potencia mundial demócratas y republicanos se sienten llamados a jugar. Aunque con variaciones y matices, comparten la idea de ser el pueblo elegido para llevar la democracia a todos los rincones del planeta (aunque nadie se los pida). Pero incluso en este ámbito se están tomando decisiones nada despreciables. Tras cincuenta años de desencuentros, Barack Obama ha comenzado a normalizar las relaciones diplomáticas con Cuba, con lo cual está desmantelando las reminiscencias de la Guerra Fría en Occidente.

 

Por lo pronto, ya retiró a esta isla de la lista de países que apoyan al terrorismo, corrigiendo una postura infame. También hay que recordar que en noviembre pasado este presidente desafió a un Congreso en el cual no tiene mayoría a través de una orden ejecutiva que ha permitido sacar de las sombras a cinco millones de migrantes indocumentados, en su mayoría provenientes de México. Tales medidas comprueban que los cambios, si bien insuficientes, no han sido sólo discursivos.

 

Fue en este contexto que Hillary Clinton oficializó lo que hasta el más despistado sabía: Su ingreso a la contienda presidencial.  Su estrategia fue innovadora: Circuló un video en las redes sociales con una duración de 88 segundos en el cual la candidata no es central, sino uno más entre los personajes que se presentan (Ver Getting Started). Su corta duración es desproporcional a la alta densidad de contenidos y significados. Es un ejemplo de saber aprovechar el tiempo y atención de las audiencias completamente opuesto a la sobredosis de spots vacuos y estridentes que en estos tiempos electorales se transmiten en México.

 

La postulación de quien podría llegar a ser la primer mujer en llegar a la Presidencia de EUA construye un relato: El de ciudadanos comunes lidiando con sus problemas cotidianos para sacar adelante sus proyectos. Los latinos –primer minoría electoral indispensable para el triunfo demócrata– son personajes protagónicos que aparecen en el video hablando en español. El mosaico de diversidad también está conformado por problemas cotidianos, parejas del mismo sexo, con lo cual Clinton refrenda su compromiso para garantizar sus derechos, algo insólito en un destape presidencial.

 

El mensaje final es que los norteamericanos han luchado fuerte para salir de las dificultades económicas, pero la balanza todavía está inclinada a favor de los que más tienen. Por tanto, Estados Unidos necesita una defensora y ella quiere serlo.

 

En un país en el que el 1% más rico posee más de un tercio de la riqueza del país, y en el que el 0.1% más alto de las familias tienen unos ingresos 220 veces mayores que la media del 90% inferior, el diagnóstico es contundente:  El juego está “truqueado” a favor de los que más tienen. En palabras de otro Premio Nobel de Economía, Joseph E. Stiglitz, “los incentivos están dirigidos no a crear nueva riqueza sino a arrebatársela a los demás”.

 

Es así como la desigualdad se ha vuelto la arena del conflicto, el tema implantador de antagonismos que requieren ser representados políticamente. Ni los Clinton ni Obama son quienes han dado forma a este discruso catalizador. Es más, quien se ha erigido como la conciencia ideológica de los demócratas ni siquiera proviene de su nomenklatura. Se trata de la senadora por Massachussetts, Elizabeth Warren, quien hasta el momento dice no tener aspiraciones presidenciales pese a ser la única que podría hacerle sombra a la ex secretaria de Estado.

 

Proveniente de una familia humilde que cayó en desgracia por la enfermedad de uno de sus integrantes, esta académica de Harvard especializada en bancarrotas ingresó al centro del debate nacional tras el estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis de 2008. El mayor mérito de Warren consiste en que su reflexión no pierde complejidad aunque sea comunicada de manera coloquial y pedagógica.

 

No hay una sola persona en este país que se haya enriquecido por su propia cuenta. Nadie. ¿Usted construyó una fábrica? Qué bueno. Pero quiero ser clara: Colocó sus productos en el mercado a través de carreteras que el resto de nosotros pagamos. Contrató trabajadores cuya educación fue pagada por el resto de nosotros. Usted está a salvo en su fábrica gracias a la policía y los bomberos que entre todos pagamos. Si su empresa resultó ser una magnífica idea, me da mucho gusto. Pero parte del contrato social subyacente es que si usted tomó algo, pague y retribuya por ello, de modo que las siguientes generaciones también puedan hacerlo. Sin policía, escuelas, carreteras, bomberos y demás, ¿dónde estarían las grandes corporaciones y todos esos “self made” billionaires

 

Este es uno de los planteamientos más lúcidos del progresismo contemporáneo. Desmantela la noción tatcheriana de que la sociedad no existe, sólo los individuos y las familias. Warren reivindica el valor de lo público, es decir, de lo que nos es común a todos y por tanto nos vincula como sociedad.

 

Entre los progresistas mexicanos se ha vuelto lugar común decir que en Estados Unidos no hay izquierda, con lo cual lo único que evidenciamos es nuestra autocomplacencia y desinterés por conocer lo que sucede fuera de nuestras fronteras. Mucho ayudaría analizar y comprender el desplazamiento del centro de gravedad que actualmente experimenta la política del país vecino para retomar algunas lecciones: Diagnósticos más precisos y sustentados, compromisos firmes con causas concretas, hablar en clave propositiva y formular políticas públicas y legislaciones sustentadas en conocimiento especializado, son la alternativa frente a la ambiguedad, las posturas contestatarias, las ocurrencias y las confrontaciones estériles. Menos estridencia y consignas. Más análisis y contundencia. Y si no es mucho pedir, calidad y producción profesional en lo que respecta a la comunicación política. 

 

@EncinasN