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En el país de no me acuerdo…

El cine pasa a transformarse en espejo y pancarta de protesta ante los sucesos que lastiman nuestra sociedad.

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Escrito en OPINIÓN el

En estos días nuestro país se ha visto inundado de sentimiento de dolor y pérdida debido al aniversario de la desaparición de los 43 normalistas. Sin duda un evento que marca un antes y después en lo que se refiere al activismo y la historia general de nuestro país.


Sin embargo, y a pesar de lo terrible que es este pensamiento, no es una situación novedosa  ni en México ni en América Latina.


La segunda mitad del siglo XX se caracterizó en muchos sentidos por la polarización política e ideológica que llevo a países enteros a enfrentarse en guerras internas con bandos que se mataban entre sí por lo que creían correcto. Montoneros, senderistas, ejércitos del pueblo y movimientos sociales recurrían a las armas o la lucha civil con la finalidad de transformar sus sociedades y muchas veces se encontraron con dictaduras militares o regímenes autoritarios que respondieron de forma desproporcionada y con las mismas herramientas de muerte.


Las expresiones artísticas no quedan nunca al margen de estas situaciones y el cine nos ha presentado, con los estilos y formas de cada década, diferentes visiones de esta lucha por la utopía. Aquí comentaré tres de ellos que van desde los setentas hasta este siglo XXI.


Iniciemos con México, un país que para muchos vivía hace 40 años lo que Vargas Llosa denominó “la dictadura perfecta”. Se encontraron en este caso una sociedad golpeada por el trauma que significó el 2 de octubre de 1968 y el 11 de junio del 71 y un joven cineasta llamado Gabriel Retes lanzaba en 1978 una película bastante cruda y contestataria para aquellos días, Bandera Rota.


Esta película, considerada como de culto entre algunos círculos cinéfilos de México, nos muestra a través de una historia de extorsión a un industrial asesino por parte de cineastas amateurs, una visión del poder que no escapaba de la concepción de la lucha de clases. Los cineastas son clase trabajadora y se enfrentan a la élite, solo para sucumbir  entre torturas y violaciones por su atrevimiento.


Incluso había un moralismo revolucionario muy claro dentro de la trama, cuando en lugar de buscar el bien de los obreros uno de los cinéfilos tratan de extorsionar económicamente  al industrial y como consecuencia todos sus compañeros caen en la garras de los asesinos a sueldo pagados por el dinero del ricachón. Moralismo revolucionario puro al estilo del Ché Guevara.


La segunda película que me vino a la mente fue la extraordinaria realización argentina titulada La Historia Oficial (Puenzo, 1985). En este caso la desaparición es de militantes de izquierda, parejas asesinadas cuyos recién nacidos fueron dados en adopción a familias de militares o de aliados de los mismos.


Podríamos hablar de la actuación de Aleandro y Alterio, ambas extraordinarias, o de cómo el director saca jugo a una historia de profundo sufrimiento humano con mínimos  recursos económicos, pero creo que el verdadero valor de esta producción radica en su cercanía a una realidad nacional que, casi 40 años después, sigue siendo uno de los temas más dolorosos en aquella sociedad austral.


Pero no quiero dejar de lado esta realización sin antes mencionar el inmejorable uso de la canción de María Elena Walsh, llamada por muchos la Cri-Crí argentina sin mucho tino, “En el País de No me Acuerdo” como tema musical de la película. El efecto es escalofriante.


Quizá en algún momento podremos ver en México películas sobre el caso de Iguala y los 43 que puedan tratar el tema como una historia humana y no como un panfleto activista, ya que así ganaría el arte y la narrativa sin ser irreverente con el dolor de los deudos.


Finalmente, y regresando a México, quiero hablar de una película que además de tener una maravillosa trama y dirección, posee una capacidad de jugar novedosamente con el tema de la lucha armada y la represión de una forma extraordinaria y con un nivel audiovisual envidiable en su uso del blanco y negro. Me refiero a El Violín (Vargas Quevedo, 2005). A 11 años del levantamiento zapatista de 1994, esta producción nos acerca al drama personal que significa la desesperada decisión de tomar las armas para combatir la injusticia y la posibilidad de construir, como es la idea de todos los revolucionarios, un mundo mucho mejor que en el que vivimos.


La grandeza de esta película radica en dos puntos. Primero, al igual que en el caso de Puenzo, se juega con una producción limitada pero que no por eso deja de ser atinada o precisa. Segundo, la permanente tensión que el juego del gato y el ratón que se presenta en la pantalla produce habla de un excelente nivel de guión y dirección. No por nada esta película logró adjudicarse 30 premios a nivel nacional e internacional.


En estos tres casos, y muchos más que no podemos mencionar por la disponibilidad de tiempo y espacio, el cien se vuelve casi testimonial y nos enfrenta a realidades que existen pero no son comúnmente visitadas por la gran mayoría de las personas. El cine deja de ser pantalla de plata para transformarse al tiempo en espejo y pancarta de protesta ante los sucesos que lastiman nuestra sociedad, ¿no lo cree así, querido lector?


eduardohiguerabonfil@gmail.com