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Independientismo, delirio colectivo

Deseamos encontrar en los independientes un seguro de felicidad y la protección contra todo mal.

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Escrito en OPINIÓN el

No sin elementos de la realidad para justificarlo en grado sumo, nuestros partidos han conquistado la malquerencia de la pluralidad de la sociedad en su conjunto.

 

En estas páginas hemos dado cuenta de ello con amplitud e insistencia.

 

Desgraciadamente el daño no es sólo para ellos, sino que se extiende a la confianza ciudadana en los instrumentos y estructuras de asociación y participación políticas, así como a la democracia.

 

El abuso de los partidos es, ante todo, el valor que le otorgamos a la razón de hallar soluciones en comunidad.

 

Su abuso se da inserta en una modernidad que castra toda unidad estable que pretenda defender intereses comunes, sea familia, sindicato, partido, iglesia, Estado; de suerte que la eficacia y viabilidad de estas organizaciones es cada vez menor, lo que redunda en un circuito vicioso que va de la desconfianza en las estructuras comunitarias a su ineficacia creciente, redundando en mayor desconfianza.

 

Así, los partidos tienen muy poco de defendibles, salvo la necesidad, palabras de Woldenberg, de “agregar intereses y ordenar la vida pública” (Reforma 8 x 15), en otras palabras, procesar la pluralidad y expresarla.

 

Hoy, sin embargo, los partidos son el gran enemigo y, pareciera, único obstáculo entre nuestro sufrimiento y la felicidad plena y eterna. De allí la urgencia de romper con ellos, exorcizarlos y condenarlos al fuego eterno. Con los partidos, parecemos decir, nada; sin los partidos, todo. Pero, la democracia sin partidos es como tacos sin salsa. Para colmo, aún nadie la ha inventado y las experiencias de llaneros solitarios y advenedizos a la política han sido desastrosas a cual más.

 

Freud le llama delirio colectivo; acción, la califica él, enérgica y radical. Cual ermitaños volvemos la espalda a la realidad. Acepto que si a esas vamos, los primeros ermitaños fueron los partidos que dieron el dorso a la sociedad y sus necesidades. Ahora, sin embargo, al ser nosotros quienes damos, y con razón, la espalda al sistema de partidos, lo hacemos también, sin percatarnos, a la vida política sustentada en la participación ciudadana. Única que conocemos y que tenemos. Y como el ermitaño, por más que nos obstinemos en negar la realidad, ésta nos confirma su existencia sin fisuras.

 

El problema es que la moda de los independientes nos arrastra a querer enmendar la realidad insoportable de los partidos negando su existencia y necesidad, y pretendiendo normar la realidad, diría Freud, con una creación desiderativa, es decir, por nuestros deseos.

 

Deseamos encontrar en los independientes un seguro de felicidad y la protección contra todo mal, cuando, como su nombre lo dice, son independientes, incluso, de nuestros deseos. En su esencia está la imposibilidad material de lazos, compromisos y responsabilidades comunitarias.

 

No es, además, un problema de deseos, cuanto de capacidades y eficacias. Gobernar no es tarea de personajes epónimos o de gran popularidad; lo es de claridad de miras, coordinación de esfuerzos, trabajo en conjunto, esfuerzos individuales generosos concitados en torno a un propósito común y tiempo. No son golpes espectaculares y mediáticos, sino labor silenciosa, paciente y constante.

 

A diferencia de los ermitaños, el sistema de partidos, cuando funciona, demanda participación de todos; mientras que en la figura de los independientes nuestra aportación es desiderativa, sin más participación y esfuerzo que el deseo de la transformación delirante de la realidad.

 

No es menor que en la Toma de Posesión en Nuevo León no haya habido un sólo planteamiento programático, y ello responde a que cualquier programa demanda objetivos claros, caminos y metas, trabajo, coordinación y tiempo. Eso, es lo que los partidos, cuando funcionan, concitan.

 

Los ismos suelen estar cargados de delirios. Me atrevo a afirmar que el “independientismo” que ocupa la moda política del momento no es más que un deliro colectivo.

 

La solución no es tirar con el agua las figuras asociativas, sino traducirlas en función de los ciudadanos.

 

Concluyo con Freud: “Desde luego, ninguno de los que comparten el deliro puede reconocerlo jamás como tal”.

 

@LUISFARIASM